De manera que así, pensando en la vida breve de Feliza Bursztyn, se me iban los días. Todas las mañanas, desde el comienzo de un otoño demasiado cálido, salía temprano de mi apartamento prestado y caminaba por los bulevares amplios hasta el barrio de Montparnasse, donde Feliza aprendió a modelar la arcilla en su juventud y donde murió de muerte prematura un cuarto de siglo más tarde. Era un recorrido de veinte minutos que empezaba cerca del metro Gobelins, pasaba frente al edificio donde vivió la escultora Camille Claudel y acababa en mi lugar de trabajo, una habitación pequeña cuyo ventanal daba a una acacia de ramas largas y a la rue de la Grande Chaumière. Allí, en esa calle corta que era visible desde mi ventana, estaba la academia de arte donde estudió Feliza en los años cincuenta, y bastaba darle la vuelta a la cuadra, caminar tres o cuatro minutos más, para llegar al local donde murió en 1982. Toda una vida contenida en un par de cuadras parisinas, pensaba yo mientras recorría esas calles, absurdamente convencido de que sólo así, viendo con frecuencia lo mismo que ella había visto, podría comprender lo que pasó para que muriera tan joven, con apenas cuarenta y ocho años, y además tan lejos, a ocho mil kilómetros de ese país nuestro que ella siempre quiso a pesar de haberlo padecido tanto.
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Pero muy pronto me di cuenta de que entender a Feliza era una empresa difícil. Nada era sencillo cuando se trataba de ella. No era sencillo ni siquiera su nombre, que les enredaba la lengua a todos los que la conocieron y la obligó a pasarse la vida haciendo aclaraciones, corrigiendo ortografías, lamentando la errata ya irremediable de un titular de prensa o explicando ante cualquiera la historia entera de su familia, todo para terminar con la evidencia de que no había nadie más colombiano que ella, a pesar de los orígenes remotos de su genealogía y las demasiadas consonantes de su apellido. No fue sencillo ninguno de los hechos de su vida: ni los errores ni los aciertos fueron sencillos, ni tampoco los amores ni los desamores; no fueron sencillos los fracasos, ni lo fue el malentendido de sus éxitos. La vida de Feliza tuvo mucho de leyenda, pero fue ella misma quien se encargó de construirla: con su libertad ostentosa, que a los ojos de tantos era un insulto, y con las respuestas crípticas que daba a los periodistas, como si nada la divirtiera más que despistarlos, y desde luego con las criaturas que salían de su taller, esos artilugios de metales diversos retorcidos con soplete, o esas instalaciones sibilinas que provocaban y confundían por partes iguales, pues nadie entendía que no tuvieran forma humana y consiguieran sin embargo despertar la compasión o la rabia o la risa o la lujuria como cualquier escena mitológica hecha con mármol de Carrara.
A veces, al llegar a la calle de la academia, me detenía unos segundos frente a su puerta, siempre cerrada para todo el que no fuera alumno o instructor. Sobre la fachada, junto a los ventanales traslúcidos, una sucesión de placas de mármol anunciaba los nombres de los viejos maestros como si vivieran todavía —Wlérick, Brayer, Jérôme, Artozoul—, y en medio de todos ellos, en letras doradas sobre fondo gris, el nombre del que fue maestro de Feliza, Ossip Zadkine, con la escueta enunciación de su oficio: Escultura. No sé cuántas veces caminó Feliza por esta acera, ni cuántas veces pasó frente a estos ventanales, pero en algún momento de mi otoño comencé a imaginarla así, entrando por la puerta estrecha con sus pasos largos, soltando sus carcajadas estrepitosas que parecían llevar consigo su propio eco, sin sospechar siquiera que moriría a pocas cuadras de allí, en un restaurante ruso, frente a cinco personas que la querían. Y aquí estaba yo, en una habitación pequeña de la misma calle de la academia, cuarenta y un años y ocho meses después de la muerte de Feliza, dedicando mi vida a la suya, pensando en ella seis, diez, catorce horas al día, tratando de verla con claridad, mirándola con atención o mirando su fantasma: imaginándola, en resumen, como si tuviera que esculpirla en barro. No lo hacía sin ayuda, por supuesto. En mi lugar de trabajo se acumulaban las fotografías y los documentos que hablaban de Feliza, todos aquellos emisarios del pasado de los que yo echaba mano para reconstruir su vida; en mi memoria vivían las conversaciones, las horas de conversaciones que había tenido en el curso de los años con la gente que compartió el mundo con ella, y en particular con el hombre que era su marido en el momento de su muerte: Pablo Leyva.
Nos habíamos conocido en Bogotá, seis meses antes de mi llegada a París, cuando él aceptó que yo lo visitara en su apartamento de los cerros orientales para hablar de sus últimos días con Feliza, o más bien de esos días que vivieron juntos en París sin saber que eran los últimos. Pablo llevaba varios años escribiendo artículos informados y combativos sobre asuntos medioambientales, su obsesión y su labor de toda la vida, y haciéndolo además en El Espectador, el periódico donde yo escribí mis propias columnas de opinión durante un tiempo; así que su cara —o la versión de su cara que se reproduce en la foto borrosa de una página de prensa— no me era desconocida. Ahora, a sus ochenta y tres años, conservaba la misma barba que había llevado desde su juventud ya remota, pero menos tupida y más canosa. Me habló con cortesía desde una mecedora, frente a una mesa de centro donde brillaban dos figuras de bronce que reconocí de inmediato: eran obra de Feliza Bursztyn. Allí, ante aquellos testigos de otro tiempo, estuvo haciendo memoria sobre esa mujer que seguía presente de formas diversas en su vida.
Pero los recuerdos, sobre todo los que son dolorosos, no acuden de manera automática cuando los invocamos, sino que es necesario cortejarlos, porque son como animales reticentes que no se atreven a acercarse, y a veces tenemos que ponerles una carnada para que salgan de su escondite. Hubiera querido disculparme por obligarlo a recordar momentos difíciles, porque nadie debería hacerlo para satisfacer el interés de otro, o más bien porque debería ser sagrado el derecho al olvido. ¿Era yo un intruso, un impertinente, por querer saber de Feliza Bursztyn, por querer incluso conocerla hasta donde fuera posible, o conocerla tan bien como para contar el mundo desde sus ojos? En todo caso me di cuenta de que allí, durante esa conversación, Pablo estaba recordando ciertos detalles por primera vez en muchos años, y era visible —en sus palabras que parecían avanzar a tientas, en sus ojos cerrados como si le ardieran— el esfuerzo que le costaba la memoria. “No, de eso no me acuerdo bien”, me dijo más de una vez. O bien: “Voy a tener que pensarlo mejor”. Pero nunca me dijo: “De eso no quiero hablar”.
A lo largo de los meses que siguieron, la memoria reticente de Pablo fue rindiendo sus secretos. Mientras yo me instalaba en mi apartamento prestado de París para continuar con mis investigaciones, y hablaba con otros testigos de la vida de Feliza y recababa otras informaciones y coleccionaba otros documentos, y mientras el tablero de fieltro verde de mi lugar de trabajo se iba cubriendo de viejos recortes de periódicos y fotografías en blanco y negro, comencé con Pablo una relación epistolar que no hubiera desentonado en una novela de otro siglo. Él me mandaba largos archivos de Word en los cuales contestaba a mis preguntas y también a preguntas que yo no le había hecho, y con frecuencia me hacía también sus propias preguntas, que podían resumirse en una: ¿qué buscaba yo con estas conversaciones? En cierto momento escribió: “¿Qué quieres saber?”. Yo hubiera podido esgrimir argumentos grandilocuentes sobre mi vieja obsesión con las fuerzas incontrolables de la historia y la política, o, más bien, con la manera que tienen esas fuerzas de trastornar nuestras vidas privadas. Pero no lo hice. Le hablé de mi primera llegada a París, en 1996; de la enfermedad desconocida que sufrí pocos meses después y de los diagnósticos errados y de la preocupación de los médicos; y de la lectura, durante esos días de incertidumbre, de un libro que acababa de publicarse en Colombia y había venido en mi maleta acompañado de cinco novelas de Faulkner, cuatro de Vargas Llosa y las obras completas de Borges en tres tomos de letra abigarrada. Tal vez lo que leemos en momentos difíciles nos interpela de manera especial; en todo caso, eso fue lo que pasó con ese volumen, que me acompañó durante días en las salas de espera de los consultorios diversos o en los largos trayectos en metro, y que me parecía preferible a los otros porque se componía de piezas cortas y permitía la lectura esporádica de una atención preocupada por otras cosas. Se llamaba Notas de prensa, tenía unas alas de mariposa en la portada y recopilaba las columnas de opinión que Gabriel García Márquez había publicado entre 1980 y 1984. Una de esas columnas, la del 20 de enero de 1982, comenzaba diciendo:
La escultora colombiana Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza a las 10:15 de la noche del pasado viernes 8 de enero, en un restaurante de París.
Yo tenía veintitrés años y no sabía quién era Feliza Bursztyn. Habría podido preguntarme lo que me he preguntado con el tiempo: por qué estaba exiliada, por qué en Francia y por qué García Márquez sabía tantas cosas sobre ella. Pero la pregunta que se formó en mi cabeza en ese momento, la pregunta sin la cual acaso no se habrían producido las otras, la pregunta original que no me había dejado en paz en los veintisiete años transcurridos desde entonces, era distinta.
“Por qué de tristeza”, le contesté a Pablo. “Eso es lo que quiero saber. Por qué estaba triste Feliza, y por qué lo estaba tanto que se murió de eso”.
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
Fragmento de su nueva novela ‘Los nombres de Feliza’,