A eso de la una y media de la tarde del 9 de abril de 1948, al pasar por la Carrera Séptima noté que se formaban corrillos en las calles. Esto me dio la idea de que algo raro pasaba; la expresión de las gentes era de asombro y conmoción. Me dirigí a uno de los grupos a indagar por la causa. «¡Acaban de asesinar al doctor Jorge Eliécer Gaitán!», me dijo un hombre, mientras que otro me informó que todavía daba señales de vida y que lo estaban llevando a la Clínica Central.
Me dirigí corriendo a la clínica, de la que era fundador y propietario junto al doctor Carlos Trujillo Venegas. Cuando subí por la Calle 12 observé que los grupos eran cada vez más numerosos y las caras de las gentes cada vez más siniestras. Por todas partes resonaban voces estentóreas: «¡Abajo la Policía asesina! ¡Abajo el gobierno asesino!». Angustiado, subí tan pronto como pude a la sala de operaciones. En la mesa yacía el cuerpo exánime del doctor Jorge Eliécer Gaitán. A su lado estaba ya mi buen amigo, el profesor Pedro Eliseo Cruz. Sentí un gran alivio al ver a mi colega, pues me preocupaba que, como propietario y director de la clínica, tuviera que asumir solo toda la responsabilidad de prestar los servicios de primeros auxilios al herido.
En medio de tantas pasiones políticas y, en plena efervescencia, yo era reconocido como conservador. El doctor Cruz ya le había desabotonado el cuello, quitado la corbata, abierto la camisa y desapuntado el cinturón al doctor Gaitán. Al examinarlo encontramos que había recibido tres balazos por la espalda, uno en la parte media de la nuca que le había perforado el occipital, otro en el omoplato izquierdo, y el tercero, a nivel del séptimo espacio intercostal derecho, a ocho centímetros de la columna vertebral. No presentaba los orificios de salida de las balas.
El examen clínico nos llevó a la conclusión de que al paciente le quedaban pocos minutos de vida. Sin embargo, procedimos a inyectarle plasma intravenoso, tónicos cardiacos y a preparar una transfusión. Descartamos por completo toda intervención quirúrgica pues consideramos que solo conseguiríamos acelerar su muerte, que ya veíamos venir.
Poco después llegaron algunos colegas, entre los cuales recuerdo a Yesid Trebert Orozco, Carlos Jiménez y Carlos Chaparro Cifuentes. Todos ellos estuvieron de acuerdo con nosotros en la inutilidad de la intervención y en la eminencia de un desenlace fatal. Atentamente solicité a los reporteros que llegaron no mencionar mi nombre al relatar los cuidados que se le daban al paciente por ser el único conservador entre todos los médicos que lo atendían.
Poco a poco la multitud fue invadiendo la clínica, hasta la sala de operaciones se llenó de gente que obstaculizaba todo movimiento y servicio. Entonces llegó un policía enloquecido por el alcohol y apuntando con un fusil gritó: «¡Muéstrenme un conservador para matarlo aquí mismo!»
Agustín Arango Sanín, uno de los fundadores de la Clínica Central. Foto:Foto: Archivo EL TIEMPO
Estoy seguro de que, si alguno de los presentes me hubiera lanzado en ese momento una mirada comprometedora, habría dejado de existir. A medida que la noticia se extendía por la ciudad llegaban a la clínica numerosos políticos liberales.
En el comedor de la clínica me reuní para tomar café con ellos. Algunos, en medio de su excitación, hablaban de tomar una venganza proporcionada al magnicidio, pero no todos los que acudieron esa tarde a la clínica perdieron la cabeza. Para mí fue motivo de admiración la serenidad, el aplomo y la actitud patriótica que desplegaron en esa ocasión los doctores Darío Echandía y Pedro Eliseo Cruz, gobernador de Cundinamarca.
Después de deliberar por un rato, los líderes políticos liberales, tomaron la determinación de dirigirse al Palacio, donde esperaban tomar las riendas del Gobierno. Al salir, la multitud reconoció al doctor Echandía y clamorosamente le pidió que hablara, necesitaban escucharlo. Desde un balcón, el doctor Echandía se dirigió a la multitud. Su discurso fue admirable. Se limitó a pedir serenidad dada la gravedad de la situación, se refirió a los peligros que se cernían sobre el país. El pueblo se indignó terriblemente y en feroz vocerío ahogó la voz del orador.
Las habitaciones de los enfermos se llenaban de humo, los aullidos de la turba enfurecida dentro y fuera de la clínica y la angustia de todos los residentes crearon un ambiente de pavor imposible de olvidar. No tardaron en llegar los primeros heridos que aumentaron a un ritmo vertiginoso. Solo teníamos tres habitaciones disponibles y siete camas en las salas comunes
Este es el lugar donde asesinaron a Jorge Eliecer Gaitán en la carrera 7 con calle 12C. Foto:César Melgarejo / EL TIEMPO
Una vez colmada la capacidad, que era de sesenta camas, fuimos acomodando a los heridos en los corredores y en los patios, así como en los espacios libres entre cama y cama.
Con considerable trabajo conseguimos hacer desocupar la sala de cirugía para llevar a cabo la autopsia. Todo lo que tuviera una gota de sangre en la sala se lo llevaron las gentes del pueblo como reliquia. El procedimiento lo practicamos el doctor Pedro Eliseo Cruz, Yesid Trebert Orozco y yo, con la colaboración de algunos médicos asistentes. Tanto los pocos colegas que habían podido llegar a la clínica, como los que estábamos allí, procuramos prestar los primeros auxilios a los heridos que yacían tendidos por los suelos. A lo largo de los corredores y patios, tendidos en el suelo se acumulaban unos al lado de otros.
Las dos pequeñas salas de cirugía, que eran contiguas, estaban inhabilitadas por la presencia del cuerpo del doctor Gaitán, del pueblo que lo rodeaba, así como de heridos que eran conducidos hasta allí. Sus familiares suponían que en este sitio serían atendidos más prontamente.
Gaitán salió a mediodía de su oficina ubicada en el centro de Bogotá. Foto:César Melgarejo / EL TIEMPO
Mientras el doctor Botero Jaramillo atendía en la salita de cirugía anexa a un herido de fractura abierta del fémur, se le acercó un hombre ebrio que iba armado con uno de los fusiles repartidos por la Policía. Le apuntaba en la cabeza y le dijo:
—¡Deje ahí a ese hombre y venga conmigo a atender a mi herma- no que está herido en el corredor!
—Este paciente se está desangrando, apenas le contenga la hemo- rragia con mucho gusto iré a atender a su hermano —contestó el doctor Botero con las manos llenas de sangre.
El borracho replicó apretando el fusil:
—Yo no le estoy pidiendo a usted ningún favor, lo que le estoy dando es una orden terminante, mi hermano también se está desangrando, y si no me lo atiende inmediatamente, le vuelo la tapa de los sesos aquí mismo.
Sobra decir que el doctor Botero se levantó enseguida para ir a atender al hermano del energúmeno.
La noche del 9 abril reconocimos entre las gentes que ayudaban a los heridos a un conocido padre jesuita que, vestido de seglar, prestaba auxilios espirituales a algunos heridos. En esos momentos era muy peligroso para los religiosos vestir sus hábitos.
En el transcurso de la mañana del 10 de abril llegaron a la clínica cuatro personas bien vestidas, traían sobre una parihuela, de las que usan en las agencias mortuorias para transportar a los muertos, un lujosísimo ataúd. Imaginamos que estaba destinado al cadáver del doctor Gaitán. Les indicamos que lo llevaran al segundo piso, pero en la escalera vimos que el cajón no estaba vacío.
—¿Por qué está tan pesado ese ataúd? —pregunté inquieto.
—Traemos aquí a un amigo que fue herido en la esquina de la Calle 10 con la Plaza de Bolívar —me respondieron.
—¿Está muerto? —pregunté.
—No señor, sucedió que lo hirieron en el abdomen frente a la funeraria del señor Gaviria, y como la agencia fue saqueada, los ataúdes estaban botados por el suelo. Pensamos que la mejor manera de traerlo era dentro de un ataúd y que por medio de la parihuela de la agencia podíamos transportarlo más fácilmente.
Además, como lo vimos tan grave consideramos que si moría pronto ya quedaba asegurada la consecución de una lujosa caja mortuoria que seguramente escasearán — dijo uno de ellos.
—No lo suban, coloquen el cajón con el herido en un espacio entre dos camas de la sala común —les indiqué.
A la noche siguiente, mientras operaba, alguien me dijo:
—Un herido muy distinguido de la sala común ha fallecido.
—Baje al muerto al cajón —le indiqué—, suba al herido a la cama que queda libre; y al muerto con su cajón páselo al depósito de cadáveres.
Es bien sabido que la noche del 9 de abril la ciudad quedó a oscuras, iluminada únicamente por el resplandor de los incendios que aparecían por todas partes. En un principio ubicaron cuatro grandes cirios alrededor del cadáver de Gaitán. En la clínica solíamos ponerlos en bonitos candeleros para adornar el altar durante los días de misa, pero esa noche tuvimos que partirlos en pequeños fragmentos para poder alumbrar los cuartos de los enfermos.
La administradora les pidió a todos los que salían que por favor consiguieran cuatro para velar el cadáver, pues, según decía, era una vergüenza que un pueblo que lloraba y lamentaba tanto a su ídolo no fuera capaz de conseguir cuatro cirios y lo dejara toda la noche en tan pavorosa oscuridad. Muchos se ofrecieron a llevarlos, pero nadie cumplió su promesa.
Las calles de Bogotá fueron el escenario del asesinato de Gaitán. Foto:Archivo El Tiempo
Una vez desocupadas las dos pequeñas salas de cirugía, los encargados procedieron a arreglarlas, asearlas con rapidez y dejarlas en condiciones de atender al menos a los heridos más urgentes: los perforados del abdomen y los lesionados del cráneo.
¿Pero con qué luz íbamos a operar a esas horas de la mañana? Alguien sugirió que con baterías de automóviles podríamos encender la lámpara cialítica de la sala, pero, ¿dónde podríamos conseguir automóviles a esa hora? Una señora de cuyo nombre me gustaría mucho acordarme —que había ofrecido bondadosamente sus servicios al enterarse de que sin luz no era posible atender a los heridos—, se lanzó con valentía a la calle, donde se oían por todas partes nutridos tiroteos.
Media hora más tarde regresó la valerosa mujer con dos grandes y pesadas cajas: una con linternas y otra con pilas. Después nos relató que las había adquirido en un almacén que estaba siendo saqueado por el pueblo en los alrededores de la plaza de mercado. Mi admiración por esa mujer no decae a pesar de haber transcurrido ya tanto tiempo.
Con las linternas de mano pudimos comenzar a operar en precarias condiciones y esa labor se prolongó sin descanso durante ocho días. La falta de energía eléctrica fue el mayor problema al llevar a cabo nuestra labor. Teníamos ocho tambores esterilizados que nos permitieron operar a los ocho heridos más graves. Luego pudimos conseguir unos pocos en mi servicio quirúrgico del Hospital San Juan de Dios. Después, cuando volvió la energía nos valimos de compresas y blusas hervidas en grandes ollas sobre un fogón de carbón.
La labor desarrollada en esos días por mi colaborador, el doctor Luis Botero Jaramillo, por el personal científico de la clínica y los colegas que acudieron a ayudarnos, fue verdaderamente heroica. Nadie durmió o se acostó en ochos días, entre otras razones, porque no había donde.
Con frecuencia interrogábamos a los heridos sobre las circuns- tancias en que habían caído y oíamos relatos increíbles. Uno de ellos nos narró lo siguiente: «Yo estaba en la esquina de la Calle 12 con la Carrera Séptima formando un corrillo, comentábamos lo que estaba sucediendo, cuando de pronto se nos acercó un hombre en manifiesto estado de embriaguez, blandiendo un revólver y disparando contra nosotros exclamó: «¡El jefe ha muerto y es necesario que mueran más!»
Lo que más anhelábamos los médicos en esa noche era que retiraran el cadáver para que sus seguidores desocuparan la clínica. Esta medida la solicitamos con ahínco a todas las personas influyentes que llegaban, pero, como supimos posteriormente, el problema más serio que tenía el Gobierno era la escogencia del sitio al cual llevar el cadáver.
El doctor Carlos Trujillo llamó por teléfono al ministro de guerra y le explicó el problema. Creo que, gracias a su influencia, a las tres de la mañana del día 10 de abril llegó a la clínica un oficial del ejército, en un jeep con un ataúd y con la ayuda de unos hombres del pueblo se llevó el cadáver de Jorge Eliécer Gaitán.
A los francotiradores cercanos los distinguíamos por su ubicación, el del tejado, el del brevo y el de la obra. Es cierto que su objetivo eran los soldados que patrullaban las calles, pero esta gente disparaba sin cesar, día y noche, al parecer sin objeto alguno. Uno de ellos nos molestó durante varios días, disparaba periódicamente contra el área posterior de la clínica y sus alrededores.
El 11 de abril ya estaba nuestra clínica marchando en cuanto a cirugía se refiere. Operábamos día y noche con breves intervalos para comer y descansar un poco. El francotirador más molesto, verdaderamente insoportable por su tenacidad y por la cantidad de espacio del parque que se había tomado, fue sin duda, el que se ubicó en el tragaluz del tejado de una casa de la Carrera Quinta entre Calles 12 y 13.
Este sujeto descansaba solamente de las doce de la noche a las cuatro de la mañana. Durante cuatro días disparó un rifle de bala “U” con una constancia digna de la mejor causa. El tragaluz miraba al costado oriental de la clínica; la distancia era de unos ciento veinte metros, pero con frecuencia podíamos ver con claridad la cabeza del joven tirador, a quien identificamos como miembro de una ilustre familia de Bogotá.
El día 13 de abril el doctor Alfonso Bonilla Naar, interno de la clínica en ese tiempo, olvidó tomar las precauciones necesarias al pasar por el corredor de atrás, y tuvo la muerte muy cerca. Una bala perforó el vidrio y alcanzó a rozarle la nariz. Otro francotirador merodeaba en nuestras vecindades, lo denominábamos “el de la obra”, pues se localizó en un edificio vecino en construcción, situado en la Carrera Cuarta entre las Calles 12 y 13. Se trataba de un policía armado con un fusil Mauser, por fortuna nunca disparó hacia la clínica; sus blancos estaban en las calles del contorno.
Ese mismo día apareció en la clínica un sargento con un soldado, pretendían entrar por la clínica y subir al tejado para neutralizar al joven tirador. A pesar de que nos molestaba su asedio, apareció en mi mente la imagen de la cabeza de aquel joven bien parecido que habíamos visto con los binóculos. Sentí una profunda lástima por él y también por sus padres, personas ampliamente conocidas en la capital. Le manifesté al militar: «No voy a permitir que le disparen desde aquí, pues la clínica es terreno neutral y yo no quiero tomar partido por ninguno de los bandos en conflicto». Me llamó la atención que no objetara mi negativa y salió de la clínica. Sobre la misma acera, en la esquina de la Carrera Cuarta se levantaba un alto edificio desde donde el sargento finalmente procedió.
Por la esquina de la Carrera Quinta con Calle 12 pasaron una vieja monja y una joven con hábitos de la comunidad de Santa Inés, conducidas a empellones por un borracho. El doctor Luis Botero Jaramillo, al oír los detalles de esta escena narrada por alguien que llegó a la clínica, se lanzó a la calle en busca de las monjitas y consiguió traerlas a la clínica. El caso de la vieja monja era increíble. No conocía automóviles; no se había asomado a una ventana ni salido a la calle desde hacía cuarenta y cuatro años, es decir, casi toda su vida.
Al día siguiente me dijo:
—Estoy muy contenta de saber que hay otra monja de mi comunidad en la clínica.
—Esto no es posible porque usted y la novicia son las únicas que hay en la casa —le manifesté. Para probarme que su afirmación era cierta me llevó frente a un espejo ubicado en una de las habitaciones y me mostró su imagen en éste.
—A esta monja —me dijo— yo no la conozco, pero con seguridad pertenece a nuestra comunidad por el hábito que lleva. La mujer nunca se había mirado en un espejo.
Por último, no está de más recordar que, de los más de doscientos heridos atendidos en la clínica durante esos fatídicos días, solamente ocho pagaron su cuenta. Los robos durante la invasión de gente que acudió a contemplar el cadáver del doctor Gaitán ascendieron a más de quince mil pesos, suma que en ese tiempo era considerable si se tiene en cuenta que el valor de la habitación más costosa de la clínica era de treinta pesos diarios. Toda esta pérdida que llevó a la clínica al borde de la ruina fue ampliamente compensada por la profunda satisfacción de haber podido prestarle a nuestro prójimo un servicio cristiano, eficaz, amable y desinteresado.
AGUSTÍN ARANGO SANÍN
Manizales, 6 de diciembre de 1902-Ft Lauderdale, 16 de julio de 1981. Médico cirujano, fundador de la Clínica Central, profesor emérito de la facultad de medicina de la Universidad Nacional de Colombia. Versión editada del capítulo “El 9 de abril en la Clínica Central” del libro autobiográfico, “Uno de esos pocos”, Bogotá, 2024.