Le había tocado ver la celebración del día de velitas por videollamada. Apenas colgó, se tiró sobre el catre y empezó a llorar, a apretar la mandíbula con fuerza, a desencajarse el rostro a punta de muecas de dolor, no del cuerpo, porque eso se curte y se cura, sino del alma, del corazón, si es que la metáfora persiste y es verdad que ahí todavía se encuentra el amor. La cárcel de Guaduas está ubicada en una geografía en la que la señal de teléfonos móviles no coge muy bien, los esfuerzos por estar presente en esa fecha simbólica fueron grandes y costaron. Veía muy difícil que la situación se repitiera para Navidad. Asumir, pensó. El sueño lo sorprendió con la cara aún inundada en lágrimas.
Posterior a ese 7 de diciembre, sobrevinieron mañanas frías, de conteos, de asedios, de medidas de aceite, de gritos en la noche muerta, de noticias inesperadas, de batidas al interior del penal, una guardia desdibujada que jugaba a tener el control de un lugar que por historia y cultura ya no le pertenecía.
Bañándose siempre con prevención, mirando a los otros sin mirarlos, encaletándose lo suyo, en la juega siempre, porque de cualquier pared siempre emergía alguna pinta para pedir algo, establecer un negocio o cumplir algún favor. En la tarde, tenía el tiempo de pillar desde la puerta de la biblioteca cómo el nocturno se iba tragando las tardes, era diciembre y, cuando caía la noche, se podía ver en el cielo la pólvora estallando, y luego ese techo tachonado de estrellas se iluminaba aún más por la pirotecnia. Esas imágenes diarias lo hacían viajar en la memoria al viejo barrio, a la cancha de micro, a la tienda, a los procesos comunales en la zona, a la 38, al Patio Bonito salvaje, pero también a la gente con tesón, a los libros, a los visajes, a los adornos de las cuadras cuando llegaba la época de Navidad, los andenes pintados, poniendo a totear los bafles con la música de Los hispanos, de Gustavo ‘el Loco’ Quintero o de Rodolfo Aycardi, este último que se le había quedado en la cabeza desde que a los cinco años escuchó de su mamá el apodo que le tenían por su música, ‘El rey de los diciembres’, diciembre, el mes del año que más le gustaba. Se quedaba evocando esa infancia inmóvil que uno siempre lleva en la memoria, cuando empezaban en las novenas de aguinaldos a rotarse entre casas los buñuelos, la natilla y el masato, y los vidrios multicolores en las noches, y los arbolitos asomándose por las ventanas, y su vida siendo feliz. Luego, un frío se le metía en el cuerpo y la sonrisa se le borraba de un tajo con el recuerdo de los policías golpeando a la puerta de su casa en ese enero lejano que se le filtraba y le apagaba de una la alegría, evocaba ese día, el cómo preguntaron por él, ese asomarse por la ventana para decirle a su mamá: ya bajo y arreglo esto, y resulta que no hubo tal arreglo, que lo empapelaron por causas ajenas y por envidias malsanas, que le colgaron los ganchos de las muñecas porque tenía orden de captura, que le leyeron sus derechos y le callaron la boca con el discurso policial de siempre, y luego el daño. La historia de Peter es triste, una treta de vecinos infames que después se evaporaron y que cuando quisieron aparecer de nuevo para enmendar el error, se encontraron una fiscalía tosca y severa que ya llevaba una ventaja por delante, la boca llenándose de la palabra justicia diciendo: —Déjenlo allá, cuál es la gana de querer sacarlo ahora—. Los lugares comunes de la vileza.
— Le tocó pagar por güevón. —Le decían algunos compañeros que ya le habían cogido cariño en la prisión, ‘el Profe’ lo llamaban. Fue rápido como llegó a encargarse de la biblioteca del penal porque los libros siempre fueron su vida.
Mijo, ¿sí vio la velita roja? ¿Esa que le señalé en la videollamada esa noche? Esa vela era la suya, mijo. Pues le cuento que fue la última que se apagó, se mantuvo fuertecita y poderosa, como sumercé
— Mijo, ¿sí vio la velita roja? ¿Esa que le señalé en la videollamada esa noche? Esa vela era la suya, mijo. Pues le cuento que fue la última que se apagó, se mantuvo fuertecita y poderosa, como sumercé. Resista, mijo, que la justicia nos llega y lo que viene después es lo hermoso que usted se merece.
El chat le titiló en los ojos, ojos que volvían a inundarse de llanto, porque si había alguien en el mundo que lo tocara interiormente, con hondura, era su madre. Rápidamente evitó la lágrima rodar cuando recordó que estaba en la cárcel y que en un lugar como esos no se admite al cobarde, no había que dar papaya, porque al macho vulnerable se la montan, en todos los sentidos. Cuántos silencios a preguntas que le hacía Lucy, su esposa, cuánta verdad a medias para su madre, cuánta güevonada apretada en la garganta que no dejaba salir para evitar los dolores del corazón, que consumen a los que están por fuera y ven cómo la vida se le va a alguien entre los sifones sin merecerlo.
Los eternos discursos llegando Navidad empezaron a entrarle por los oídos: que la fuga del año, que esta vez no tenía pierde, que había un pez gordo detrás del plan, y etc. La leyenda de todo penal que se vuelve esperanzadora por estas épocas, pero que nunca se materializa, le llegó una tarde de esas en las que lo pescaron bien incrédulo.
— Oe, Valero, sí supo la última, ¿no? Hay un plan de fuga andando por ahí en el subterráneo, está programado para el 22, dos diitas antes de Navidad. Usted sabe que esta cárcel no es segura, hay un pinto que tiene el mapa de esta cloaca en la cabeza y sabe cuál es su pared blanda. ¿Le copia al agite? De todas maneras, si no copia hacemos de cuenta que yo no le conté ni mierda y todo bien, pero hay de que se le vaya la lengua con sus amiguitos de la biblioteca.
— ¿Y cómo pa’ cuándo es la respuesta?
— Pa’ ya, porque no se puede dar boleta con la info mucho tiempo en el aire.
Un chisporroteo de color rojo, como el de las bengalas, le inauguró el relámpago de postales que se le vinieron a la cabeza justo antes de dar la respuesta; las recogidas a media noche en la estación de TransMilenio de su mamá para que en el barrio no la fueran por ahí a dañar, las caricias y los besos de Lucy que no lo habían dejado morir en todo este tiempo, pero otra vez se le atravesaba el recuerdo de esa tarde de la captura, el del ojo policial puesto al acecho y finalmente la cana. —Apretó el puño entre el arrepentimiento y la esperanza:
—No copio. Pero gracias, parcero, y cuente con mi silencio de tumba. Usted sabe que yo soy serio y que aquí he tirado finura. Que Dios los bendiga, mi hermano.
La noche del 22 de diciembre del año 2024 hubo revuelo en la cárcel de Guaduas. Los noticieros hablaban de un plan de fuga frustrado, de internos muertos a los que la guardia del penal había tenido que dar de baja por haber presentado enfrentamiento con pistolas hechizas y de un traslado de prisión inmediato a aquellos que habían sobrevivido a las balas institucionales. Peter sonrió amargamente al enterarse de la noticia. Era la sonrisa de la disyuntiva, porque por un lado él habría podido ser parte de esa lúgubre estadística y por el otro, varios de sus buenos compañeros se habían ido en ese lote. No fueron sapeados ni nada, había sido un plan muy provisional, movido más por la sed de libertad que por la razón y lo correctamente premeditado. La decisión de vida que es siempre como una partida de póker, uno es el que decide qué carta tirar para la próxima tanda del juego. Peter seguía entonces sentado frente a la mesa, jugando con el destino.
El 24 de diciembre llegó con una atmósfera densa. No había modo de videollamada esta vez, las circunstancias del penal cortaron las dádivas que se podían dar a los internos en estas fechas. La medianoche llegó y el cielo se reventaba con la pólvora que, mezclada con la música de los alrededores a todo taco rompía el silencio de la cárcel. A Peter le pareció ver en el cielo una hilera de esperanza color rojo que se difuminaba en el aire. Pensó en su mamá con mucha vehemencia y se oyó decir con los labios entreabiertos —Feliz Navidad, mamita—. Salió por su boca, pero venía desde su corazón con toda la fuerza de su ternura y de su amor. Algo se le quedó presente después de toda la ráfaga de recuerdos atenazados desde el 7 de diciembre; la memoria de esa velita roja que encendía más potente entre las demás, la que había prendido su vieja solamente pensando en él y que no se había apagado sino hasta casi la medianoche, la velita roja que, en realidad, seguía encendida en su corazón.
*Profesor de Literatura y escritor. Cofundador del canal de promoción de lectura en Youtube Entre-Visajes. La ausencia, la ciudad, la locura, el amor y la muerte deambulan como temas centrales entre sus cuentos y poemas.