Cada vez que llego a casa, cierro la puerta con rabia pero yo me quedo afuera. Me quedo afuera con los gamines, afuera con los pitos, el frío, la cerveza, los basuqueros, las ratas, las palomas y los estudiantes. Afuera mis sueños son fértiles como la roca, como la caca que adorna las calles del centro. Afuera se mezclan con otros sueños, rostros sin nombre que forman una nube espesa, casi como un aura que llevamos todos sobre la cabeza y que a ratitos llueve y nos moja la cara.
Al cerrar la puerta siento el abismo al que conducen los sueños, lo lejos que suelo estar de casa, lo mucho que he comido, lo poco que he leído, lo lento que gira el mundo de este lado de mi corazón y lo sola que estuve al haber rechazado la compañía de mi soledad. Me asomo a la ventana, me veo sentada afuera, en una banca del parque y me pregunto si tendré frío. Al cerrar la puerta olvido que allá no siento frío, que las impredecibles estaciones de la ciudad no gobiernan mi espíritu, que los paraguas solo me sirven cuando estoy adentro. Entonces ocurre que mi espíritu, envainado en la estación más lluviosa, siente los achaques del cuerpo como si fuera viejo y me quedo en casa esperando a que pase. De vez en cuando me asomo a la ventana y veo que sigo ahí deambulando por el parque con unas piernas largas, las manos en los bolsillos y un gesto altanero en la boca. Me pregunto a dónde voy en las noches cuando me desvelan las pulgas que se han tomado mi cama y todos los perros de la ciudad ladrando al tiempo. Me imagino acurrucada en la bóveda celeste masticando despacio los melocotones de la inmortalidad, o en medio de un baile a la luz de la luna rodeada de aborígenes y entendiendo cualquier cosa que yo seguro no entiendo. Los días comienzan a sobreponerse unos a otros como las hojas de un libro largo y predecible. Poco a poco nuestros encuentros se van reduciendo. Entonces, una mañana cualquiera, cuando las lluvias han cesado, me encuentro caminando por la Avenida 19 hacia Guadalupe y me veo pasar; pero no me reconozco de inmediato, sigo mis pisadas arrastrada por una inercia, hasta ahora desconocida, que me lleva al parque, a las palomas, a la bóveda, a la banca de siempre en donde me siento y me miro en sus ojos y veo que ya no somos la misma. Y ya no somos la misma porque usted lleva puestas unas mallas rotas de rayas verdes con negro y una chaqueta de cuero con flecos, botas de matador y una mirada atenta y perdida de quien todo lo entiende pero ya no le importa. Me siento a su lado pero usted no me ve, quizá porque me he vuelto opaca. Entonces un aborigen se le acerca con el pelo muy largo y juntos se ponen a fumar y a reír. Al volver a casa me asomo a la ventana y veo que está feliz. Desde aquí envidio su cara mientras negocia un paquete de risas, mientras nuestro asfalto se va convirtiendo en su edén transitorio. Desde aquí envidio las puertas abiertas que va dejando a su paso, los miedos que va perdiendo a medida que yo los gano. Cierro los ojos y la veo bailar alrededor del fuego, descalza y risueña. Dos hombres tocan el tambor y el aire huele a té, a naranjas, a otro tiempo. Me voy quedando dormida sobre un libro abierto.
Poco a poco me voy acostumbrando a las manías de este nuevo ángel que me dice por donde pisar. Hace seis meses, solo unos días antes del final de curso, la vi pasar por la Calle del Despeño. Llevaba una mirada turbia y unas ojeras inmensas, la boca en una mueca huraña. Pasaron varios meses y aunque usted se colaba en mis sueños se iba convirtiendo en un fantasma. Ahora todo está por terminar. Cuando termine volveré a mi ciudad y usted se convertirá en un recuerdo o quizá no llegue a eso. Pero lo cierto es que la reconocí como mi sombra, y como mi sombra comencé a seguirla a los mismos lugares a donde usted me seguía antes a mí. Me corté el pelo que llevé largo como la virgen de pueblo que fui siempre hasta llegar a la gran ciudad. Luego empecé a fumar, un día sí, otro quién sabe, descubrí el sexo con extraños y aprendí a no rezar más en las noches.
Una mañana me levanté, había estado leyendo y salí un poco tarde a la Universidad. Estaba atravesando el parque cuando usted se me acercó. Me costó mucho trabajo reconocerla. Cuando comenzó a hablar entendí que era la primera vez que le oía la voz. La cabeza rapada. La nariz quebrada. El rostro demacrado. Las botas manchadas de barro y sangre. Siempre había querido hablar con usted. Hubiéramos subido juntas. Le hubiera prendido el calentador para que se bañara con agua hirviendo, seguro que a usted le gusta el agua que quema igual que a mí. También le hubiera prestado un pantalón que le gustara, y una blusa recién planchada. Le hubiera preparado una ensalada de frutas con yogurt y cereales, hubiera prendido la cafetera y hubiéramos podido fumarnos un cigarrillo, oír un poco de música. Entonces le hubiera confesado que la conozco desde el primer día, desde el día en que todo empezó. Le hubiera presentado a mi gato, la hubiera escuchado, me hubiera quitado los zapatos para tratar de recordar. Pero entonces vi su mano huesuda con el índice extendido para mostrarme algo, la mancha de sangre seca en el suéter raído, el hilito de voz, agitada y débil, amenazaba con romperse en cualquier momento. Con un movimiento enérgico la empujé y me alejé de ahí tan pronto como pude. Al final, no era más que una virgen de pueblo, una hija de su mami, una provinciana de buena familia que había venido a la capital para sacarse el cartón de administradora, no para drogarse, descubrir el arte o los libros, ni para aprender a chiflar, cosa que había hecho al fin.
Mamá me volvió a preguntar si iría para Navidad, habló de novenas, de la natilla de la tía Dorita, del alumbrado alrededor del río. Mamá sonaba lejos, sonaba extraña
Me despertó el teléfono. Era mamá. Me preguntaba si me abrigaba bien, si tenía mucho trabajo por ser el final del semestre, me recordaba que ya llevaba un año en la gran ciudad: “Un año en la nevera”, dijo mamá. Y yo pensé, mamá no sabe el calor que hace en la nevera en pleno diciembre, mamá no sabe que tuve que repetir Cálculo y que voy tambaleándome al tercer semestre de una carrera que no me gusta y a la que yo le gusto menos todavía. Mamá me volvió a preguntar si iría para Navidad, habló de novenas, de la natilla de la tía Dorita, del alumbrado alrededor del río. Mamá sonaba lejos, sonaba extraña. Mamá creía que yo seguía siendo la muchachita flaquita que apenas si alguna vez había probado un vino espumoso para el Año Nuevo, que se persignaba solo con oír la palabra marihuana, que iba a misa los domingos. Mamá no sabía que su nenita ya no solo no era virgen sino que la habían desvirgado al menos un centenar de veces, que ahora le gustaba la yerba, el café negro y los domingos leyendo horas enteras mientras afuera llovía. Mamá ya no la conocía.
– ¿Y qué vas a querer de Navidad, nena?
– Quiero que vengas.
– ¿A la nevera?
– Sí.
– ¿Y a qué voy a ir allá?
– A ver cómo vivo.
– ¿Y eso pa qué?
– Para mostrarte quién soy.
– Mamá soltó la risa, una risa grosera, pensó. Una risa de alguien que no la conocía de nada.
– Si yo te parí, yo a ti te conozco mejor que nadie en el mundo.
En ese momento, la nena decidió que no iría a su casa por Navidades. Decidió qué buscaría a su sombra larga, a su versión decrépita y acabada, la recogería de la calle, la traería a su casa, le ofrecería un baño caliente, una cena de verdad, una conversación franca entre iguales. Eso haría, se dijo. Porque ella ya había probado la natilla de la tía Dorita, ya conocía el alumbrado del río, ya había estado en más novenas familiares de las que le aguantaba el cuerpo, pero en cambio, no había conocido a su sombra. Y qué mejor momento que la Navidad para abrirle la puerta y los brazos, encender la chimenea que no tenía en casa, o mejor prender unas velas blancas para hacer un conjuro, el conjuro de dos mujeres solas, jóvenes y perdidas que se encuentran en una gran ciudad para arroparse, protegerse, para darse sombra en medio de la oscuridad.
– Entonces, nena, qué le digo a tu tía Dorita. ¿Vendrás por Navidad?
– No, mami, los pasajes están caros y tengo mucho que estudiar.
– ¿Y con quién vas a pasar las fiestas?
– Con una amiga que todavía no conozco.
– ¿Cómo dices?
– Dije una amiga que todavía no conoces. Pero si vienes mami, la conocerás. Vente a pasar Navidad en la nevera. Podremos subir a Monserrate, te mostraré los sitios que me gustan, y comeremos natilla con almojábana. Aquí en diciembre hace calor.
– ¿Y qué hago con tu tía Dorita?
– Pues la traes, mamá. La traes. Lo bueno de vivir aquí en la nevera es que cabemos todas.
– ¿Y tu papá?
– Después de treinta años de casados no le vendría mal pasar unos días solito.
– ¿Solito? ¿Te has vuelto loca?
– Qué va, mamá, cuando vengas y me conozcas, verás con tus propios ojos que nunca antes tu nena había estado más cuerda.
* Escritora y periodista