Un par de minutos antes de que cerraran las puertas del Teatro Mayor Julio Mario Santodomingo, aún había personas haciendo fila para entrar a verlo. Las familias seguían buscando sus asientos cuando el violinista y ganador del Grammy estadounidense, Joshua Bell, inauguró su concierto con la Sonata para violín n° 21 en mi menor, del compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart.
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El director de la orquesta inglesa Academy of St Martin in the Fields recibió a su público con uno de los rasgos que cada vez menos músicos parecen valorar: la puntualidad.
Esta es la tercera vez que el músico proveniente de Indiana, Estados Unidos, pasa por Bogotá para compartir su técnica virtuosa con la que ha recorrido las orquestas más importantes del mundo como la Sinfónica de San Francisco, la Orquesta de Filadelfia y la Filarmónica de Nueva York.
La primera vez vino en 2018 para tocar junto a la Filarmónica Joven de Colombia en una gira por Centroamérica y Colombia. La segunda vez fue en 2022 también en el Teatro Mayor e interpretó obras del compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski y del alemán Ludwig van Beethoven.
Entre algunos de los momentos insólitos de su carrera, Bell es recordado porque, en enero de 2007, estuvo de incógnito en el metro de Nueva York interpretando seis piezas clásicas con su violín Stradivarius valorado en 3.5 millones de dólares. Se trataba de un experimento social liderado por un reportero del Washington Post que intentaba probar cómo varía la percepción del arte cuando está mediada por aspectos como el afán, el espacio y la forma en que se presenta una obra.
En ese momento, el hombre del violín que simulaba ser un amateur se había presentado hace apenas dos días en el Symphony Hall de Boston, uno de los escenarios más prestigiosos de la música clásica en el mundo. Entre más de mil personas que pasaron por allí, solo una mujer lo reconoció y un par de transeúntes le donaron 32 dólares. “No está mal, casi 40 dólares la hora. Podría vivir de esto y no tendría que pagarle a mi agente” dijo al respecto.
Los momentos destacados del concierto de Joshua Bell en Bogotá
Sus dos horas sobre el escenario fueron un recital que, más allá de la contemplación, le pedía a sus oyentes cierta sensibilidad ante las obras de sus ídolos. Acompañado por Peter Dugan en el piano de cola, Bell se fusionó de inmediato con ese violín Gibson ex Huberman Stradivarius de 1713 que lo acompaña desde hace 23 años, para interpretar la obra que Mozart compuso tras la muerte de su madre. Esta fue la entrada con la que saludó a Bogotá en su regreso después de dos años.
Durante el tiempo que estuvo en tarima, el piano de Peter Dugan fue el ritmo y la armonía de la que Bell se sostuvo para explorar los sonidos de su violín. El pianista norteamericano, que lo acompaña en sus giras desde 2020, solo se ausentó hacia el final para darle paso a una pieza exclusiva para violín con la que el protagonista demostró su técnica en solitario.
Se supone que la audiencia aplaude, y que yo tosa. Es la altitud, pero estoy bien.
Tras la sonata de Mozart, vino el primer plato, la ‘Fantasía en do mayor para violín y piano, Op. posth. 159, D. 934’ del compositor austríaco Franz Schubert, una obra que, en su tiempo, fue considerada muy difícil de tocar, debido a los pasajes rápidos, dobles cuerdas y dificultades técnicas que el violinista estadounidense navegó sin ningún lío.
Esta obra, que suele durar de 25 minutos a 30 minutos, se caracteriza porque a diferencia de otras sonatas, tiene una estructura de movimientos que se interpretan sin interrupción para causar la sensación de continuidad entre pasajes.
Vino el intermedio y después de ese receso, comenzó la parte favorita de los espectadores. De Mozart pasó a Schubert y luego a uno de sus compositores favoritos, el francés Gabriel Fauré, quien inspiró a dos generaciones de maestros —el violinista belga Eugène Ysaÿe y el ruso Josef Gingold— de quienes Bell es heredero. La obra con la que le rindió homenaje fue la ‘Sonata para violín n.° 1 en La mayor, Op. 13’, una composición vibrante y llena de energía, que es considerada un hito del repertorio romántico.
Hacia el final del cuarto movimiento (allegro quasi presto), el artista confesó que los 2.640 metros sobre el nivel del mar de Bogotá le estaban molestando: “Se supone que la audiencia aplaude, y que yo tosa. Es la altitud, pero estoy bien”. Con esa muestra de autocompasión y en un estilo sobrio, terminó de deleitar con un violín que de los susurros pasaba a exclamaciones potentes en cuestión de semitonos.
El vaivén de sus pies correspondía al magnetismo que imprimía su compañero Peter Dugan en el piano. El violín preguntaba, el piano respondía y luego ambos se elevaban al mismo tiempo mientras Bell danzaba con serenidad, para marcar el compás. Un paso, dos, y de vuelta al sitio inicial, mientras miraba de reojo unas partituras que parece conocer de corazón.
Para los asistentes estuvo más allá de la altura: “Excelente. Impecable. Asombroso” fueron algunas de las percepciones que compartieron las familias y parejas de todas las edades que reservaron la tarde de un domingo para escuchar música clásica. Un violinista amateur que iba con su esposa se expresó asombrado por los límites a los que Bell demostró que se puede llevar este instrumento.
Para el final de la segunda parte, ya parecía haberse acoplado al oxígeno de la capital: daba pizzicatos con entusiasmo, pulsando las cuerdas con sus dedos; pasaba rápido al arco para tocar col legno, esa técnica que emplea las cerdas y la vara para imprimir una sensación de pequeño relámpago en las obras dramáticas. Como en la película ‘Soul’ de Disney, el músico estaba en su zona, ni siquiera el piano de su compañero parecía interrumpir la concentración con la que se agachaba, danzaba y agitaba su cabello al compás del violín.
Las sorpresas del final: tres piezas de grandes compositores con las que Joshua Bell se despidió de Bogotá
El homenaje a sus ídolos había terminado, pero no estaba listo para despedirse, de hecho, se retiró apenas unos segundos y regresó para anunciar las sorpresas. Iba a interpretar tres temas más como un regalo a la calidez del público. La primera pieza fue la única que tocó en solitario.
Era un homenaje a Eugène Ysaÿe, un violinista belga que compartió amistad con Fauré y que, además, fue maestro del mismo Josef Gingold, mentor de Bell durante muchos años, hasta su muerte en 1995.
La sorpresa de la noche llegó con el segundo Nocturno de Frédéric Chopin en mi bemol. El entusiasmo de los oyentes se notó desde que mencionó el apellido del legendario compositor polaco: el teatro dio un leve salto y algunos se acomodaron mejor en sus asientos para cerrar los ojos en esta parte.
Minutos después, pasaron de la contemplación al júbilo, con gritos de “¡Bravo!” y alguno que otro ¡Wow! lo felicitaban como si estuviera por marcharse. “Gracias a ustedes por venir”, fueron las palabras con las que el artista les correspondió por el apasionado aplauso.
Sin embargo, aún faltaba más, y la tercera sorpresa iba mezclada por la nostalgia y el orgullo de la trayectoria que ha forjado en más de 50 años como violinista. La pieza con la que cerró el tercer acto fue una de las primeras que aprendió a la edad de cinco años: una composición del polaco Henryk Wieniawski cuyo nombre se extravió entre los murmullos del público.
Así terminaba un recorrido por las obras de sus ídolos y aquellos que inspiraron a sus maestros, con una obra que lo transportaba a sus comienzos en el violín, seguida de una ovación de pie que, de no haberse retirado del escenario, podría haberse extendido durante cuatro minutos.
JUAN ALEJANDRO MOTATO
Escuela de Periodismo Multimedia EL TIEMPO.