Jonny Milan agrega la adrenalina italiana del sprint al Tour de Francia

Jonny Milan agrega la adrenalina italiana del sprint al Tour de Francia

Ahora que en Francia hablan de dar a las salas de los museos un olor relacionado con el arte expuesto empezando por los maqueos de María Antonieta, quizás las galerías y exposiciones de bicicletas, maillots, posters y fotos de ciclistas viejos deberían plantearse añadirles un toque de linimento Sloan al aire, olor de líquido de masaje y árnica para los dolores, y de colonia infantil, que tanto asociaría Proust, por ejemplo, a su infancia de seguidor del Tour. Daría cierta vida a la vida de los ciclistas de ahora, que no huelen a nada, y los largos pasillos de los novoteles, antes cuevas para los sentidos, tan asépticos ahora, son quirófanos sin olor ni a lejía ni a anestésico de dentista. Y las cocinas de los equipos, laboratorios de química, como la de Ferran Adrià. Bajo la égida de Tadej Pogacar, el Tour, trazado en busca de las emociones de recompensa rápida a que se reducen los combates de boxeo en las cuestas final de etapa, ha entrado en la rutina de un círculo vicioso que condena a los escapados en etapas antes oportunas a correr a 50 solo para mantener una ventaja de 90s durante interminables kilómetros de agonía, a menos que los genios como Ben Healy se rebelen. El espectáculo de las cuestas solo es un escenario, una alfombra roja, para que Pogacar se luzca. La afición se cansa. El ciclismo no huele a nada. Dónde la emoción. El imprevisto.

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