El 23 de enero de 1958, un grupo de oficiales del ejército venezolano derrocó al brutal dictador Marcos Pérez Jiménez, que había gobernado durante seis años -más tiempo del que merecía- gracias a una bonanza petrolera. Poco tiempo después, se llevaron a cabo elecciones que dieron inicio a un período de 40 años de democracia representativa, sustentada por una sociedad civil vibrante, precios altos del petróleo (en su mayoría) y aumentos concomitantes del gasto y la corrupción -esta última, en general, tolerada-.
Fue recién a mediados de la década de los 90 cuando los precios del petróleo bajaron y un estancamiento económico pusieron fin al Pacto Punto Fijo, que recibió su nombre por la ciudad donde los principales partidos políticos de Venezuela negociaron un acuerdo de distribución del poder y acordaron respetar los resultados electorales en aquel 1958.
Dado este precedente, muchas personas se han preguntado por qué las fuerzas armadas venezolanas no han intentado derrocar al presidente Nicolás Maduro, que asumió el poder después de la muerte de Hugo Chávez en 2013. Después de todo, Maduro tiene mucho que le juega en contra. Presidió un colapso económico, con una reducción del PIB de aproximadamente tres cuartas partes entre 2014 y 2021. La producción de petróleo se ha desplomado, los productos básicos escasean y casi ocho millones de venezolanos -más de una cuarta parte de la población- han huido del país. Su elección de 2013 se vio empañada por acusaciones de fraude y su gobierno ha estado plagado de escándalos gigantescos de corrupción. Asimismo, al no haber servido nunca en el ejército, Maduro carece de la lealtad institucional de la que gozaba Chávez.
Pese a que Maduro logró retener la lealtad de las fuerzas armadas durante la primera década de su régimen, cualquiera se puede preguntar, con razón, por qué la elección presidencial fraudulenta del 28 de julio no ha provocado una repetición del golpe de 1958. Los observadores electorales internacionales y los gobiernos extranjeros, entre ellos Estados Unidos, la Unión Europea y una decena de países de América Latina, han concluido que Maduro descaradamente le arrebató la elección al candidato opositor Edmundo González, que huyó a España después de que Maduro se adjudicara la victoria.
González ha apuntalado su argumento de que ganó por un margen de tres a uno con base en las hojas de recuento de más del 80 por ciento de los centros de votación. Maduro, por su parte, no ha podido presentar un solo documento que pruebe su presunta victoria, a pesar de la presión de varios gobiernos de izquierda en la región para que lo hiciera.
No es la primera vez que se escucha hablar de un cambio de régimen de estas características en América Latina. Frente a acusaciones similares de fraude electoral en 2019, Evo Morales, el presidente de izquierda más popular y exitoso de Bolivia, fue derrocado por el ejército de su país, que “le sugirió” renunciar. De hecho, más allá de las explicaciones obvias de la supervivencia de Maduro -desde engatusar a los militares hasta frustrar los intentos por parte de la oposición y Estados Unidos de desbancarlo-, existe una razón crucial, muchas veces ignorada, de por qué sigue en el poder: el contingente cubano.
Desde que el ejército venezolano intentó infructuosamente derrocar a Chávez en 2002, Cuba ha enviado a miles de médicos, enfermeras, instructores de deporte, asesores de seguridad y agentes de inteligencia al país, a cambio de petróleo venezolano a precios subsidiados. Actualmente, se estima que la cantidad de cubanos en Venezuela asciende a unos 15.000, pero la cifra en el pasado ha llegado a unos 30.000. Estos trabajadores tienen la tarea de blindar a Maduro contra cualquier intento de golpe, como lo hicieron con Chávez, esencialmente monitoreando de arriba a abajo al ejército venezolano.
La influencia cubana
Las fuerzas de seguridad cubanas están bien preparadas para la tarea. En la década de 1960, el aparato de seguridad de Cuba frustró numerosos intentos de Estados Unidos de asesinar a Fidel Castro. Más tarde, en las décadas de los 80 y 90, reveló una serie de conspiraciones -algunas reales, otras imaginarias- contra el régimen comunista. Pero lo más importante es la absoluta lealtad del contingente cubano en Venezuela -no hacia Maduro, sino más bien hacia el gobierno cubano-. Esto subraya lo inusual de la situación. Por ejemplo, es difícil imaginar al Servicio Secreto, al FBI o a la CIA operando en un país extranjero al servicio de un líder autoritario, pero respondiendo solo a Estados Unidos.
Mientras que muchos venezolanos se sienten incómodos con esta situación, para Maduro tiene un valor incalculable. A diferencia de sus homólogos venezolanos, el personal de inteligencia y seguridad de Cuba no tiene que escuchar a sus familias quejarse por la falta de alimentos, medicamentos o ropa. Como no se ven absorbidos por la furia y la frustración de los venezolanos con el régimen, este acuerdo ha soportado un grado extraordinario de turbulencia política, incluso cuando la economía se derrumba.
Mientras el contingente cubano esté en Venezuela, no es arriesgado suponer que los militares locales no se levantarán contra Maduro -a menos, por supuesto, que llegara la orden del gobierno cubano-. Eso parece poco probable: puede que el despiadado exministro del Interior de Cuba, Ramiro Valdés, ya no supervise las operaciones en Venezuela, pero el Gobierno no se ha desviado de los principios que lo guiaron.
Los países que buscan una salida para el atasco actual de Venezuela, entre ellos Estados Unidos, México, Colombia y Brasil, harían bien en conseguir la cooperación cubana para una solución pacífica y democrática a la crisis de gobernabilidad. Con una presencia cubana importante en el país, nadie debería contar con que los militares se le tuerzan a Maduro.
Jorge G. Castañeda (*)
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Ciudad de México
(*) Exministro de Relaciones Exteriores de México, es profesor de la Universidad de Nueva York y autor del libro ‘America Through Foreign Eyes’ (Oxford University Press, 2020).