En Lille comienza el sábado la liturgia más esperada de julio, que se representa desde 1903 con ritos y rutinas que apenas han variado, y por eso siempre fascina. El Tour es una leyenda antigua pero viva, que lleva multiplicándose más de 120 años con los mismos códigos de interpretación, las mismas montañas, las mismas etapas y también los mismos ciclistas, que cambian de nombre, nacionalidad y apariencia física según cambian las décadas, en los 50 se llaman Coppi o Bahamontes, en los 60 Anquetil o Poulidor, en los 70 Merckx u Ocaña, y luego se transmutan en Hinault, en Perico, en Indurain, Pantani, Armstrong Contador, Froome o Pogacar. Se narra con frases hechas que a nadie molestan. Al contrario, los aficionados esperan leerlas con la misma avidez cada julio, año tras año, degustando cosas del tipo “si el líder funciona su equipo es el mejor del mundo” o “el Tour es una carrera individual que se gana en equipo” o “nada habría conseguido sin el equipo”. Porque un Tour es todo esto y más: porque un equipo no son solo los corredores y encontramos más equipos dentro de un equipo.
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