Abrir una puerta, recorrer un pasillo en línea recta, esperar un ascensor. Salir del aparato, caminar por otro largo corredor, abrir otra puerta. Entrar en una habitación. Una y otra vez. Usamos los espacios de una sola forma, sin que nos estimulen la imaginación ni nos ofrezcan otra opción de estar en ellos. Espacios que, la mayoría de las veces, no invitan a la interacción social y alimentan el individualismo. La arquitectura está tomada hoy por la eficacia, la funcionalidad, el pragmatismo. Y esa no debe ser su naturaleza.
Giancarlo Mazzanti —uno de los nombres más relevantes de la arquitectura colombiana— se plantea estas y otras reflexiones en su libro El juego como función arquitectónica, cuyo subtítulo explica muy bien el contenido: Aprender a vivir desde la creación y la participación. Mazzanti propone usar el juego —entendido como arte, como proceso creativo— para proyectar la arquitectura. Una arquitectura que promueva la vida en común, la libertad, el aprendizaje, que sea más humana y se escape de la productividad y el utilitarismo.
En el libro plantea muchas de las ideas que lo han acompañado a lo largo de su vida y su trabajo. La principal: la importancia del juego en la arquitectura. ¿Cómo llegó a este tema?
Al hacer colegios. Me di cuenta de que los colegios no se pensaban desde un corredor o un aula, sino desde el descubrimiento, el juego. A partir de ahí comencé a tratar de entender cómo replicarlo en los demás espacios. En ese camino, textos como los de George Bataille —necesarios para comprender qué es arte y el valor profundo del juego— o los de Carlo Sini —que se pregunta si el arte realmente es un problema de estética, de belleza, o es una fundación de comunidad— han sido fundamentales. Por eso los cito. En el libro hay mucha filosofía porque finalmente lo que hacemos es eso: construir una forma de habitar, tomar posición con respecto al mundo.
Cuenta que de niño le gustaban los juguetes de armar y con ellos ya proyectaba espacios…
Mi obsesión era estar armando cosas. Jugaba con el Estralandia y además le ponía personajes, muñecos chiquiticos. Con eso construía historias. Un muñeco era el constructor, otro era el jardinero, otro el papá, la mamá. Al final sigo un poco en lo mismo. Porque lo que hace la arquitectura es propiciar relaciones humanas. Su valor no está solo en sí misma, sino en su capacidad de construir una vida social.
Productividad, efectividad, funcionalidad. Afirma que estos conceptos se han tomado la arquitectura y la han alejado de su misión central. Es algo que no parece nuevo…
La arquitectura clásica no tenía en su estructura ser productiva ni eficiente. Tenía que ver más con el rito, con el símbolo. Si uno mira el espacio de una planta tradicional clásica, lo que va a encontrar es simetría, no una arquitectura que responde a la eficacia. Claro que hay una utilidad, pero en relación con lo que el edificio representa. La condición de ser eficaz, funcional y productiva aparece con la Revolución Industrial. Ahí empezamos a pensar que la arquitectura es una máquina para habitar. Con el siglo XX fue llegando la idea de hacer una arquitectura basada en diagramas de función. Hay cosas que necesitan ser eficaces, por supuesto. El tema es cómo introducir otros usos a situaciones de máxima eficacia para construir una relación más humana y más cercana.
¿Ese predominio de lo productivo, lo funcional, lo eficaz, no es reflejo de lo que hoy pasa con la sociedad en general?
Claro que sí. Pero uno no tiene que construir, necesariamente, con el espíritu de la época. Debemos ser capaces de tomar otro rumbo. De hecho, si no lo miramos desde la perspectiva de una sociedad hiperproductiva, sino de una más sostenible, creo que ese es el único camino que nos queda. El del juego, entendido como arte, como una forma de habitar en la que sean más importantes las relaciones humanas que solo producir apartamentos o corredores. No se trata de que una cosa consuma a la otra, sino de ser capaces de superponer una manera de pensar la arquitectura basada en un acto creativo. Lo que debería importar en este oficio es cómo construimos relaciones. Aprender a vivir juntos con nuestras diferencias.
En esta arquitectura, según dice, el habitante también debería ser un creador de los espacios…
Sí. Hablo de desaprender a habitar desde la eficacia y la función y aprender a hacerlo desde el juego, desde la creación, que es posiblemente el acto más humano. Eso implica una arquitectura basada en la performatividad. Es decir que cuando pensemos un lugar no lo hagamos como un hecho finito, sino como algo que está abierto, que se puede transformar. Tiene que ver con un usuario creativo.
Es algo en lo que pensamos poco. Solemos habitar los espacios sin ejercer ese papel de creador…
Porque se nos ha negado. Cuando nos volvemos adultos, la imaginación se vuelve peligrosa. Nos da miedo romper lo establecido. Yo tengo tres hijas, dos se han ido de la casa. Así que comencé a pensar: qué cantidad de espacio. Cómo hacer que una casa pueda cambiar como cambia la familia. Podemos construir otras formas de habitar. En la vivienda quizás es más difícil, porque está más afectada por los clichés sociales. Pero en los edificios públicos es posible. Cómo hacer que la idea de la vista lejana no sea lo fundamental. De pronto me interesa más ver quién camina a mí alrededor y no esa vista, que es otro cliché.
Habla de la mezquita de Córdoba como ejemplo de un tipo de espacio que necesitamos hoy. ¿Por qué?
Me interesa su “indeterminación”, el no tener un plan específico, no estar “hecha para”. Una secuencia de columnas y arcos que permiten ser usados de muchas maneras. Un espacio que además puede crecer en el tiempo, como ha sucedido, o tener esa cosa tan loca de haberle introducido una catedral católica en la mitad sin perder sus características. Es un gran ejemplo de arquitectura abierta.
¿Qué obras destaca de la arquitectura actual?
Hay obras maravillosas de la arquitectura contemporánea que hacen que uno diga: mire todo lo que pasa alrededor. Me encanta la biblioteca de Seattle, hecha por Rem Koolhaas. Es una obra que hace que toda la ciudad se meta en los primeros pisos. Aparece el habitante de la calle en la mitad, con su carrito. Está el otro haciendo una siesta, están los que van a leer. Las facultades de arquitectura también son un buen ejemplo. La de São Paulo, hecha por Vilanova Artigas. La manera en que se plantea el espacio permite que haya una relación entre los estudiantes muy diferente a que si fueran solo corredores y aulas.
En el libro habla de una plaza de toros en Colima, México, que es construida cada año por sus habitantes…
Ese es, para mí, el gran ejemplo de cómo se construye un lugar con la comunidad. Una plaza de toros para cinco mil personas que se arma y se desarma durante las fiestas. Un rito comunitario. Cada uno guarda en su casa una pieza diferente. Si esa pieza no aparece, no se puede construir la plaza. De manera que uno necesita del otro. Es algo maravilloso.
¿Qué puede hacer la arquitectura para romper el individualismo y la soledad que imperan hoy en día?
Ese es el papel de la arquitectura. Ser capaz de construir una vida en comunidad. No se trata de unificar una forma de habitar, sino dar la posibilidad a que haya diversidad. La arquitectura tiene la tarea de hacer que la familia conviva, que cuente con espacios para verse, que los niños no estén metidos en un cuarto conectados al computador. Ese es su rol, pero de eso ya se habla poco en las facultades.
¿Cómo piensa, en su taller, un proyecto con miras a crear esa vida en común?
Un ejemplo: una serie de instituciones de Bogotá van a hacer un edificio. Es un centro del cuidado. Cada institución tiene una perspectiva individual, autónoma: “Yo quiero mi celador, mi puerta, mi espacio”. Pero ¿qué pasa si no dejo que este edificio funcione con un ascensor que reparta un corredor a cada piso —“mi piso”, “usted no puede entrar”—, sino que pongo una rampa en el extremo y esa rampa va girando? Así hago que todos se miren unos a otros. ¿Y si además desaparezco la idea de “mi institución” y pongo todas las oficinas en un gran espacio? Eso los lleva a relacionarse entre ellos. La arquitectura tiene la capacidad de propiciar esas cosas.
¿Todo esto implica una arquitectura más costosa?
La buena o la mala arquitectura no depende de la cantidad de plata que se invierta en ella. El problema no está en si el piso es de mármol o de cemento esmaltado. Posiblemente en la vivienda pese un poco más esa condición. Pero pensar que en un edificio público la diferencia la va a hacer un piso no tiene sentido. El problema no es solo estético, sino lo que ese espacio es capaz de generar.
Usted ha diseñado hospitales, como la extensión de la Fundación Santa Fe, y en ellos ha puesto varias de estas características…
El de la Santa Fe es en gran parte lo que yo quería que fuera. Me hubiera gustado que tuviera un par de cosas más. Creo que hoy me las permitirían, porque entendieron que ese lugar tiene una capacidad más allá de que funcione perfectamente como hospital. No se trata de estar encerrado en un cuarto con una ventanita y sentir que uno no pertenece al mundo. Por eso las ventanas son de piso a techo, por eso la fachada no es una ventana, sino una membrana, por eso hay un gran jardín en la mitad y por eso siempre hay luz. Implica que la gente se sienta bien. No es que un espacio sane, pero construye un ambiente sanador.
Y cumple su función, que en este caso es esencial…
Hay espacios —un hospital, un aeropuerto— que necesitan ser tremendamente eficaces. Por encima de todo. Pero el hecho de ser eficaz no significa que no pueda tener otras condiciones. En un aeropuerto —que es de las cosas que yo quisiera hacer— se pasa mucho tiempo sentado. Mirando la nada. Uno lo podría usar para contemplar un jardín, ver una película, practicar el golf contra una malla. En el edificio nuevo de la Santa Fe, el que hicimos para consultorios, la estrategia es que la persona no tenga que estar sentada en la sala de espera viendo una telenovela, sino que se pueda mover por todo el espacio y tener experiencias diferentes.
¿En qué consiste el concepto de anomalía, esa ‘sorpresa’ con la que el usuario se encuentra en un lugar?
Cuando tengo una anomalía me enfrento a algo que no conozco. Y actúo de maneras distintas. Es como infiltrar una condición que me hace tener otra relación con lo que hay. ¿Qué pasa si pienso que en un hospital puedo bailar o tener clases de música? Esa es una condición anómala. Es algo inesperado. Si uno no sabe bien por dónde moverse, descubre cosas que no notaría si siempre va por una ruta señalada que lo controla. Cuando alguien ve un apartamento dice: ¡qué funcional! Y eso lo asocia con que está bien. Pero no todo lo funcional quiere decir que esté bien. ¿A qué objetivos sirve? ¿A qué sociedad? Esa discusión existe poco en la arquitectura hoy en día.
Cuando se plantea un proyecto, ¿qué preguntas se hace?
Cada proyecto es un descubrimiento. No hay un proceso igual para todos. Lo importante es tener claro que la arquitectura no es solo una materia construida, sino que ahí hay muchas formas de habitar. La clave está en que la comunidad pueda usar el espacio de diversas maneras. No hay que buscar ser más productivo, sino tener una vida mejor entre todos. Ese es el sentido final de la arquitectura. No conozco todavía al primer arquitecto que diga: vamos a destruir la vida. Todos construimos algo. Muchos solo piensan en resolver un edificio. Pero uno no resuelve un edificio. Uno construye una vida en su interior.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Cronista de EL TIEMPO